El anciano monje estaba sentado a la vera del camino con los ojos cerrados, las piernas cruzadas y las manos en el regazo, sumido en profunda meditación.
De pronto, la voz áspera y exigente de un guerrero samurai interrumpió su zazaen.
—¡ Tú, anciano! ¡Enséñame qué son el cielo y el infierno!
Al principio, el monje no dio señales de respuesta, como si no hubiera oído. Pero poco apoco fue abriendo los ojos. Un leve dejo de sonrisa jugaba en las comisuras de su boca.
Mientras tanto, el samurai aguardaba con impaciencia, agitándose más y más con cada segundo transcurrido.
—¿Deseas conocer los secretos del cielo y el infierno? —dijo el monje por fin —. Tú, que estás tan desaliñado. Tú, que tienes las manos y los pies cubiertos de polvo. Tú, que vas despeinado y con mal aliento. Tú, que cargas una espada herrumbrosa y descuidada. Tú, tan feo, vestido por tu madre de esa manera tan ridícula. ¿Tú me preguntas por el cielo y el infierno?...
El samurai pronunció una vil maldición y, desenvainando la espada, la elevó por encima de su cabeza. Se había puesto de color carmesí; las venas se le marcaban en el cuello en nítido relieve, en tanto se disponía a degollar al monje.
—Eso es el infierno —dijo suavemente el anciano monje en el momento en que la espada iniciaba su descenso.
En esa fracción de segundo, el samurai quedó sobrecogido de asombro, respeto religioso, comprensión y amor hacia ese gentil ser que había osado arriesgar la vida misma para transmitirle su enseñanza.
La espada se detuvo en plena trayectoria y los ojos se le colmaron de lagrimas agradecidas.
—Y eso —dijo el monje —es el cielo.
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